Nunca sé hasta que punto tengo agudos los sentidos, pero a veces me pasa que en estados de conciencia llego a creer que son puertas para viajar en el tiempo. O en el pasado, mejor dicho, ya que uno no puede ir hacia un lugar que todavía no vio, o recordar algo que no comió. Para eso está la imaginación, que nunca deja de garpe al corazón, pero en esta juega la cabeza y en la cabeza.
Muchos olores me hacen viajar a tiempos más felices. El olor a jazmines me hace acordar al balcón de mi vieja, que tenía uno enorme. Yo le sacaba una florcita y me quedaba oliéndola horas, como si el tiempo no pasara nunca, siempre quieto, siempre para mí.
También hay sentidos de recuerdos que perdí, como cuando de noche íbamos por el centro y yo me quedaba fascinado con los edificios, grandes e imponentes pero apagados y tristes. Hoy, en la vida que llevo, es odioso verlos día tras día, tal vez porque representan lo peor de mi presente, que me maniata y se me ríe en la cara. A veces siento que vivir así es encarcelar el alma, es atarla para que no cumpla sus sueños, como una pareja que no entiende que el tiempo se va, y que deja las cenizas de un amor en cenicero. ¿No es morir encarcelar el alma? A fin de cuentas, qué es la vida sino el vuelo del alma? Uno puede fingirle sonrisas al viento, pero el ruido retumba en las entrañas, sobre todo en la noche, donde se desnuda la subjetividad y uno se encuentra ante lo frágil de su destino. Como si no necesitáramos un espejo para darnos cuenta qué va a encontrar del otro lado. Uno siempre sabe cómo luce, más allá del maquillaje que se invente.
Con el alma atada uno se conforma con tristezas, y se identifica con tragedias, para no volverse loco. Mirar un rostro y viajar hacia una vida apagada y dura, para identificarse y sonreírle si se cruzan los ojos. ¿De qué sirve, mientras crezcan las cadenas del espíritu? Doparse con la inercia de lo cotidiano para no pensar. Matar a las neuronas con narcóticos para que no funcione. Poner una frazada en un abrazo que no existe.
Todo para no darnos cuenta de lo importante. Ser pieza de este sistema es tener el chip que nos prioriza el culo lleno de plata que la vida con sentido propio, pero eso es que la rueda nunca para, y que la maquinaria es cada vez más sofisticada, si la tecnología lo único que logra es que dejemos de comunicarnos, aunque vendan lo contrario. Descifrar las contradicciones. Luchar por ser libres, porque lo merecemos. Para qué quiero morir rico si muero preso. Prefiero ser pobre y libre, porque tengo el derecho de elegir ser pobre, esa es mi libertad, así como tengo la libertad de seguir corrompiendo mi vida en objetivos de cartón. Al elegir ser pobre, elijo ser libre, y lo elijo en libertad.
Nunca sé hasta que punto tengo agudos los sentidos pero a veces me pasa que huelo el pasto del campo, o el de los parques, y vuelo hacia las canchas de fútbol, y hacia el fútbol mismo. Observar el fútbol, ver sus idiosincrasias, encontrar pases que tengan una historia, y una historia que siempre nos deje el mensaje de que el hombre es amo y señor de su libertad, y que incluso lleno de cadenas, nunca perderá su condición de hombre libre, y que, en todo caso, lo que está perdiendo es su conciencia de ser libre. Dentro de una cancha de fútbol se puede resquebrajar al sistema, porque la pelota le habla al alma, se comunican porque tienen el mismo lenguaje, el de la libertad.
Tengo que dejar de pensar, se terminó mi hora de almuerzo.
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