miércoles, 15 de febrero de 2012

Luquitas Sparapani...un crack






En el pueblo, la hora de la siesta es igual de importante que la vida en democracia. Como el vuelo en libre de una hoja que, sabiendo que cae, le regala sus últimas caricias al viento. Es un instante, siempre breve, de pura comunión con uno mismo. Puede que junto con “ir al baño”, la siesta sea el contexto en el que más se desnuda nuestra subjetividad, frágil y cristalina, como el espejo que refleja lo real mientras se busca lo imposible.


Durante esas horas, el pueblo se pone en pausa. La paz, que es hija y reina de las calles, se complota con el silencio para lograr que desde cada cama se escuchen los ecos de paredes y rabonas que alguna vez iluminaron con asombro el aire de la plaza principal; o para revivir el olor de algún potrero con infancias de zapatos rotos y panza a medio llenar, siempre con la ilusión de que el fútbol gambetee las patadas del estómago, siempre más dolorosos y crueles que las peores patadas.

Darío ya había avisado: “no quiero que nadie me rompa las bolas. Yo a la tarde me quedo mirando la final de la Champions. Ustedes hagan lo que se les cante el orto”. Siempre con su habitual y protocolar contundencia. De la banda, era tal vez el más enfermo del fútbol, y eso era todo un decir. Fútbol en todo momento. No había alguno que no supiera quién fue el 8 de Almagro en el último ascenso, por decir algo. Luquitas Sparapani, qué crack. Ese día, se jugaba un Milán-Bayern Munich…partidazo.

La tarde se iba poniendo cada vez más amigable, y los ingleses iban siendo gambeteados como postales a punto de quedar en la historia, quietos y sumisos ante el protagonista de lujo, hasta que la cancha se transforma en dragón, quemando la pelota y haciendo que el árbitro suspenda el partido. Puta madre, esta vez casi la meto! Dice mientras mira al ventilador girar y girar intentando zafar de su destino monótono y circular. La angustia tenía lógica: de las mil veces que sonó lograr esa proeza, jamás tuvo éxito. Este argumento siempre le sirvió para sepultar cualquier osada comparación se establezca entre el Diego y algún gambeteador de moda, de alma foránea y billetera abultada, de potreros en HD. “Nadie puede igualar a Maradona. Es único e irrepetible hasta en los mismos sueños, donde todo es posible. Fui Obama, y evité más sangre en Irák; fui San Martín, y le avisé a Moreno que lo iban a cagar; fui Kirchner e hice todo igual, pero nunca pude ser ni un cuarto de Maradona. Por eso fue tan único. Tuvo una magia que excede las fronteras de la imaginación”.

Mientras se acomodaba en la cama, los ruidos de las bocinas se expandían y se hacían cada vez más constantes. Desde su lugar de confort, intentaba orientarse y escuchar al viento traerle esa canción a capella, para saber qué pasaba. Cuando finalmente se despabiló, una bola de nervios empezó a subirle por el estomago hasta llegar a dificultarle la respiración: “me quedé dormido, carajo”. Lo peor estaba ocurriendo. Empezó de pronto a sentir cómo una parte del pecho se le ahogaba rápidamente en un río de adrenalina cuando decidió prender la tv, que había dejado en el canal indicado para ahorrarse el stress de luchar contra el pésimo funcionamiento del control remoto. Estaba Jorge Corona en Mardel contando el mismo chiste que hace 20 años -mi viejo, 5 años antes, me había dicho la misma frase. Qué mal que me hace que los que tienen espacios de poder no los usen responsablemente-.

Faltaban dos horas para el partido, y las bocinas que al principio se colaban tímidas en la intimidad de su alcoba, se fueron transformando en un carnaval de gritos y euforia. El ventanal era una invitación a la curiosidad. No sabía qué habría detrás de las cortinas. Qué mundo descubriría, ni quiénes estarían en él. Cuando finalmente derrumba el muro, se encuentra con todo el pueblo en la plaza, festejando el casorio de la prima del “Vago”, integrante de la banda que se ganó su apodo por ser workaholic. “Bajo un ratito y vuelvo para el partido… Después de todo, es la prima del Vago”.

Estaba todo el pueblo, o casi todo. Empandas, vino, baile, mujeres. Una tarde dionisíaca. Mientras buscaba una cara familiar, y miraba cada tanto al reloj para que se no le haga tarde, se sorprendió a sí mismo bailando con una empanada en una mano y un vaso de vino (el cuarto) en la otra. Un mar de gente se dibujaba a lo largo del asfalto y la música estaba ideal para que los muertos revivan y se pongan a bailar. Mientras extraños y conocidos se confundían, las piernas se hipnotizaban entre vino y milonga, y el tiempo empezaba a dejar de existir. Por momentos era consciente de lo que pasaba, pero en otros sólo se perdía entre pulsiones inciertas.

Transcurridos algunos momentos, con la barriga ya callada, la fiesta empezó a decrecer como una bolsa europea, cuando en uno de los rincones de la noche la vio sola. Muy decidido, gracias al vino que hace lo que la espinaca a Popeye, se acercó a hablarle, incrédulo y carente de expectativas, como un hombre que, con la nuca mirando al paredón, baja la vista para esquivar los ojos de la muerte, implacable.

–Qué pasa que una chica como vos está sola y con esa cara?, se animó a preguntarle.

–Nada, estoy triste porque perdió el Milán, había apostado con mis amigas varias docenas de facturas, vos viste el partido? (Consulta ella)

– No me gusta mucho el fútbol! (Contesta sorprendido)

– Ah, puedo lidiar con eso. Mirá! Ahí está Hrabina, me acompañas que me quiero sacar una foto con él?

– Dale, vamos…

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