martes, 11 de mayo de 2010

Mi último día: "el guiño de mi gloria"





Siempre imaginé cómo sería mi muerte. En qué momento, circunstancia y contexto histórico, el maestro del tiempo me llevaría hacía el otro mundo (si es que en realidad hay uno solo, yo creo que no, pero bueno, no quiero confundir a nadie con mis creencias, por eso pongo lo que cree la mayoría). Es común en el ser humano tener percepciones erróneas sobre su futuro, a las que absorbe como verdad absoluta.


Esas elucubraciones se me hacían cada vez mas frecuentes. Igualmente, es algo típico en una persona de mi edad, en la que la vida ya nos dobló en la orquilla y va con toda velocidad hacia la recta final. Eso a veces me desesperaba, y otras sólo me resultaba curioso. Sé que es un proceso natural e inevitable.Pero, si hay algo que me molesta mucho de todo esto, es el momento del funeral. No entiendo porqué llora la gente, si es algo que a la larga o a la corta termina pasando. Ccomo dice mi tío Enrique: “de los cuernos y de la muerte no se salva nadie, nene”.

Pero el pensarlo me desesperaba. Me fabriqué en la cabeza todas las formas de muertes posibles: ahogado en una pileta, tirado del balcón de mi casa, atropellado por un colectivo, estrellado de un avión, hasta de intoxicación en un restaurant. Aunque jamás imaginé que iba a ser así, como termino resultando.

Era tanto el desconcierto que me invadía que hasta se me ocurrió que lo mejor era hablarlo con los muchachos, en el café, después del fulbito de los sábados. Es increíble como funciona esto, pero ¿te diste cuenta de que siempre que uno cuenta algo que cree exclusivo de su existencia, termina enterándose de que no es el único, que hay mucha más gente que en el anonimato comparte esa creencia? Lo contás, y es como si una hoya se destapase.

Lo que me pasó, igualmente, para mí que quedará en la historia. “Murió jugando al fútbol”, así lo titularía Clarín. Sí, es de esa forma: morí jugando a la pelota, haciendo lo que más amo ¿quién lo diría?

Lo cierto es que un sábado, de esos que pasaba con los muchachos en el torneo de fútbol, jugábamos la final, partido decisivo. Crucial. Aparte había pica con los del otro equipo. Esos eran unos fanfarrones bárbaros, y jugaban todos como el culo, pero tenían un nueve que te hacía goles desde el baño. Para que te des una idea, todos los tantos de ese equipo los había marcado el mismo tipo. Con los muchachos, que de muchachos habían perdido todo ya (éramos bastante jovatones), habíamos jurado jugarlo con el alma. Dejar todo, para cerrarle la boca a esos giles. Y así fue. Yo lo jugué hasta el final.

El partido lo empecé bien, regulando, pero en el primer pique, a los 15 minutos (el partido eran dos tiempos de 40) me asusté, porque me agoté más de lo previsto. Pero no me importó, yo iba a dejar todo. Había que ganar.

Pero a medida que pasaban los minutos iba sintiendo que algo andaba mal. Nunca fui un tipo que haya tenido problemas de salud, era una persona sana: comía bien, no tomaba, no fumaba (bah, sí, pero sólo después de comer), y café tomaba solamente los sábados, en el barcito. Aunque esa puntada que sentí me transformó, me traumó, me activó las alarmas. Presagio funesto!, dije. Por dentro buscaba armar una tregua con mi organismo, como pidiéndole que me ayudara a terminar esta tarea que no podía postergar.

Aunque finalmente ocurrió lo inesperado: faltaban 20 minutos para que terminara el partido. Empatábamos 2 a 2, así que el alargue parecía un camino ingambeteable. La redonda quedó picando en el área, sola. Sentí que me miraba, que pedía que me acerque para canjear por gloria esa foto cargada de adrenalina. Estaba a un paso, cerca. Ahí nomás. Pero mi corazón, egoísta, dijo basta sin consultarlo. Con la pierna estirada, apuntando hacía la victoria, todo se frenó. Caí duro. Sin respuesta. Por cierto, la pelota, que intuyó al instante lo que pasó, se quedó quieta. A mi lado.

La cancha se oscureció entre un silencio cargado de tristeza. Siempre dicen que cuando la muerte te abraza y te está por llevar, hay un instante, que dura segundos, en el que tu paso por la vida se transforma en un videoclip que despega ante tus ojos. En ese momento lloré por dentro. Veía todo lo que había hecho y quería volver para remediar muchos momentos, muchos errores, muchas cosas que querría volver a atrás. Pero sentía como si estuviera escalando una montaña infinita. Veía a mi vieja, y rogaba por tener la oportunidad de pedirle perdón por mezquinarle esos abrazos que ya no iba a poder tener. Aparecía mi hermano, y pensaba en todo el tiempo que perdí peleándome con él, sin poder conocerlo, sin poder ser su hermano. Por ahí pasaba mi viejo, con una sonrisa. Es que era alguien con quien me iba a encontrar. Si moría, lo único que me consolaría sería el hecho de que podía volver a estar con él. ¡Las cosas que tengo para contarle! Siempre intenté hacerlo sentir orgulloso de mí, pero pienso que él nunca estuvo conforme conmigo, que pedía más donde no había más, y eso siempre me frustró. En una esquina desfilaba la madre de mis hijos, entonces le dije que cambiaría todo el pasado para volver a estar con ella. No me escuchó.

De repente, abrí los ojos. Busqué, examiné el lugar y finalmente me di cuenta de que estaba en casa. Un sonido insistente taladraba mis oídos y mi orientación, y me hizo dar un salto que me catapultó hacia la cama, mi cama, la mía. Con las orejas alerta y los ojos abiertos, comencé a buscar el origen de esa melodía tenebrosa e irritante. Era el teléfono. Lo dejé sonar. Tengo que reconocer que no sabía, no entendía que pasaba, qué hacía ahí, acá, en casa, en mí casa. Miré el reloj, que marcaba las 10 AM. Giré la cabeza hacia la puerta y miré el almanaque que estaba debajo de la televisión. Era sábado, sábado 15 de Febrero. Una alarma comenzó a sonar fuerte, con una rebeldía inesperada. Era el teléfono, otra vez. Esta vez atendí, pero no porque quisiera, sino porque ya no soportaba el sonido penetrante de ese aparato, que se hacía como una aguja que se me clavaba en lo más profundo. Era uno de los muchachos, que me recordaba que hoy a la tarde era la final del torneo de fútbol. Era el destino, que sabiendo mi número, me llamaba para barajar mi existencia. Dije que no, que no podía, que por más que me duela, aún tenía muchas cosas que hacer. Entonces me di cuenta de que por más que sepamos el final, nosotros decidimos cómo querer llegar ahí.

                                                                                                         Alexander J. Algieri

1 comentario:

  1. ..me gusto mucho este cuento..
    es verdad..la vida pasa muy rápido..a veces nos detenemos a pensar en como sera el futuro
    sin construir el presente..

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