Su boca descorchaba festejos de antaño. Algunos en blanco y negro, otros, simplemente pintados por los colores del olvido. Pero a Juan no le importaba, era feliz igual. Con el alma erosionada por la temerosa mediocridad que lo rodeaba, Juan buscaba en el pasado la forma de alegrar y aliviar su presente. Su cuerpo agobiado, como si su espíritu pidiera clemencia. Deambulaba por las calles mendigando recuerdos, pidiendo prestadas sensaciones pasadas que el presente no le proporcionaba.
No le importaba el lugar, ni el día, ni la circunstancia. Tampoco se preocupaba por su alrededor. Podía estar solo o acompañado. Para él todo daba igual. una parada de colectivo, un baño o la soledad de su cuarto. Juan gritaba goles de antes, y eso lo aliviaba, lo hacía olvidar la triste austeridad del deporte que tanto ama, pero que hoy le lastima el alma y los ojos y el corazón.
Hoy no se juega bien al fútbol, ni mucho menos se juega a la pelota. Los jugadores le temen al error y se nublan en los miedos del resultadismo, olvidándose de la belleza que hay en un buen pase, de lo maravilloso de una definición al ángulo, o de la amistad reflejada en un abrazo de gol. Grito los goles de antes porque antes disfrutaba en una cancha, antes sentía. En los segundos que dura mi canto, siento que la felicidad me abraza, me consuela, y me hace olvidar de todo.
Así definía este romántico su filosofía de vida. Siempre luchando contra la ignorancia de sus amistades, que lejos de comprender sus sentires lo miraban con soberbio desprecio, erigiéndolo como el hazme reír de las reuniones.
En este inusual vuelo hacia los sentimientos olvidados, este personaje de alma cansada y esperanza infinita encuentra en un gran gol suspiros precoces que lo acercan, por un instante, a esa sensación única que es la felicidad: El segundo gol de Maradona a los ingleses, en el Mundial 86, es como un himno a la alegría, lo grito con el alma. En esa jugada siento el asombro de cuando el diego recibe el pase, la adrenalina de verlo encarar, el suspenso cuando gambetea al arquero, el corazón galopando cuando lo imagino pateando, y la felicidad descorchada cuando el balón se rinde en la alegría de tocar la red.
Juan dejó la reunión con el sabor del desahogo, pero con la tristeza de sentirse raro e incomprendido, la amargura que le provocó el no poder encontrar en sus amigos a alguien con quien tirar una pared ideológica. Triste y solo, comenzó a caminar las calles con la cabeza gacha, como buscando cómplices en el asfalto y respuestas en las baldosas. Empezó a preguntarse si su alma, su espíritu y su esencia pertenecían a otra época; o si tal vez estaba preso de un romántico dogmatismo dictado por su corazón, que en su afán de luchar por el pasado, no le permitía darse cuenta de que los tiempos cambian, incluso en (y para) el fútbol.
Pero de repente, por casualidad divina, mientras masticaba añoranzas en una despoblada calle escucha un sonido que hace interrumpir su inerte marcha: ¡gooooooool!, ¡gooooooool!, vamos Bochini, carajo”. Esa bocanada de extravagancia lo llenó de perplejidad y curiosidad. Las ganas de preguntar le anularon, por ese único suspiro, su habitual timidez.
Rastreando con los oídos el origen de ese sonido, Juan divisa en una parada de colectivo a un hombre que, con envidiable sonrisa, depositaba su garganta en el rincón más alto del cielo, en una expresión de libertad pura en la que demostraba su esencia.
Las ganas de acercarse dominaron su proceder. Cada paso que daba era dominado por un cóctel de intriga y nervios, pero no iba a arrepentirse, ya se había cargado de suficiente coraje. Al llegar a la parada de colectivo, Juan observa una figura que, sin saber la razón, sentía familiar. La baraja de incertidumbres frente a la que se vio, le hizo murmurar un pudoroso y tartamudo ¿Por qué?. Su interlocutor lo miró a los ojos durante unos instantes y sonrió. La pregunta era clara. No eran necesarias explicaciones ad-hoc para distinguir la arista correcta de esa extensiva pregunta. – ¿hay, en el fútbol actual, goles tan lindos como los del pasado?. ¡No, viejo! (contestándose a sí mismo), hoy se juega horrible. Yo grito los goles de antes porque me hace bien... como a vos.
Juan se dio cuenta, en ese momento, de qué era aquello que sentía familiar en ese desconocido personaje. Ahí entendió que no fue el azar lo que los unió en ese momento inusual, sino la voluntad de sus futboleros espíritus. También comprendió que las sensaciones se explican con el cuerpo y no desde la oralidad, y que se pueden trasmitir de la forma menos pensada.
En ese momento, el silencio de la despoblada calle, decorada de ausencias, y la luz tenue de esa fría tarde conformaron la escena que adornó el abrazo feliz que, de la nada, unió a estos dos futboleros. El abrazo de amistad que se da cuando se festeja un gol, aunque sea de antes.
Alexander J. Algieri
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