Probablemente haya estado en su casa cuando el estruendo de esa noticia se le metió de lleno en los oídos. Sabía que lo que escuchaba en la radio era el sonido de una puerta (o más de una) que se empezaba a cerrar. Es que aún le quedaban algunos años de magia para seguir con su sueño, pero cuando cumplir un sueño es traicionar una convicción, entonces deja ser tal.
Sabía Matthias Sindelar que la noticia del Anschluss, la anexión (invasión) nazi a Austria, oficializada el 12 de marzo de 1938, era una granada insertada en su vida plagada de fútbol: era cuestión de tiempo para que explote y lo deje sin nada. Considerado el mejor futbolista austríaco de todos los tiempos, y entre los 20 mejores de la historia del fútbol, Sindelar supo desde que nació (8 de febrero de 1903, en Kozlov) que la pelota dibujaría su destino.
Desde que era un infante deslumbraba a todo Viena, ciudad en la que su familia se radicó y en la que apostó por un buen futuro, con su magia y su frágil físico: alto, flaco y escurridizo, se ganó el apodo de Papierene (hombre de papel) en las calles donde los sueños y las inocencias correteaban detrás de un balón.
Ya a los 15 fichó para el Hertha Vienna, donde jugó hasta 1924. Luego, fue transferido al FK Austria Vienna (Wiener Amateur-SV, en ese entonces), el equipo de la comunidad judía, de la que él formaba parte. Allí, se hizo ícono y emblema: jugó 700 partidos, marcó 600 goles (pese a sentirse más un organizador que un definidor), y ganó las Copas de Liga de 1925, 1926, 1933, 1935 y 1936, así como también el título de liga de 1926 y la Copa Mitropa de 1933 y 1939, considerada la primera competición internacional de clubes.
El equipo maravilla
Los años en los que era admirado por ser el Mozart del fútbol, en los que era la pieza clave del Wunderteam, tal y como se conocía a la Selección austríaca de fútbol, para muchos el mejor equipo del mundo en los años 30, década que cerró con un record de 50 victorias y 4 derrotas. Ese equipo era dirigido por Hugo Meisl, y en los 11 años que jugó, desde 1926 (año en el que debutó en la victoria 2-1 ante Yugoslavia, en la que anotó un gol) hasta 1937, Sindelar jugó 44 partidos con 27 tantos marcadas.
Con el hombre de papel como bandera, Austria fue al mundial de 1934, en Italia, a demostrarle al mundo su condición de gran equipo. La ilusión no había aportado billetes cuatro años atrás, por eso aún no habían debutado en mundiales. Eran los máximos candidatos a ganar la competición, pero la política metió mano para derrocar el sueño. Es que ese era el mundial de la Italia de Benito Mussolini. Debía serlo. “Il ducce” había obtenido la sede para la organización del segundo campeonato mundial, para utilizar al deporte, como muchos hicieron, como plataforma que sirva a fin de maquillar el autoritarismo y la tiranía de su régimen con la bandera igualitaria del deporte, para alzar desde un éxito deportivo la inteligible legitimidad de su temida soberanía. Lo cierto es que la maravilla y el anfitrión se cruzaron en semifinales, y protagonizaron uno de los partidos más polémicos en la historia de los mundiales. Fue victoria 1-0 para Italia, con gol del argentino Guaita, pero Sindelar y compañía sabían que ese partido lo habían ganado. Anotaron dos goles, que no fueron cobrados por supuestos offside, mal sancionados, claro está. Es que los ojos se cierran cuando las valijas extorsionan los miedos y abultan los bolsillos. La vuelta a Austria fue entre decepciones y lamentos, y la medalla de plata que dos años después consiguieran en los JJ.OO de Berlín, no causó el suficiente alivio para tanta decepción.
El mundial que no llegó…El partido de la rebelión
“Ganar un partido de fútbol es más importante para la gente que capturar una ciudad del Este”, solía decir Joseph Goebbels, Ministro de propaganda nazi. Adolf Hitler odiaba el fútbol, pero no era reticente a sacarle el jugo a tan alienadora pasión. Por eso había organizado los Juegos de Berlín, en 1936, para taparle al mundo la realidad de esa silenciosa y silenciada Alemania.
La Copa del Mundo de 1938, en Francia, parecía una gran oportunidad para mostrarle al mundo la potencia de la raza alemana. En ese entonces, el seleccionado alemán de fútbol era de lo más discreto del continente, sin jugadores de brillo y sin grandes actuaciones. Pero el anschluss le abriría los ojos a Seep Herberger, DT de la selección: convocar a los jugadores austríacos para formar parte del conjunto alemán. La presencia de Sindelar era por demás requerida. Él lo sabía.
El imperio nazi había anexado Austria, denominándola Provincia de Ostmark. A modo de “homenaje”, se decidió jugar un partido despedida, que enfrentaría al seleccionado del ex país con su conquistador. De a poco, varias piezas del Wunderteam fueron “convencidas” para formar parte del conjunto teutón. Pero faltaba la pieza más importante: Sindelar. Luego de varias gambetas y excusas, Matthias jugó ese partido… para Austria. Lo cierto es que el 3 de abril de 1938 Sindelar le bailó su mejor tema a su más odiado público: con el mismísimo Hitler en el palco oficial, Matthias gritó con fútbol que era libre, jugando su mejor partido.
La orden del día era clara, debía ganar Alemania… pero el honor gritó más fuerte que el miedo. Papierene gambeteó alemanes como si fueran postes, una y otra vez, hasta que se cansó. Ahí fue cuando se terminó el partido. Fue 2-0, con un gol de él. Fue baile, pero no sólo dentro del césped: en los festejos de los goles, Sinderlar se paró ante el palco oficial y se puso a bailar un vals. Un baile en todos los sentidos, un río de humillación inundando el orgullo de Hitler y de todo aquel que se considerara nazi.
Pero el cielo esporádico al que se había subido Sindelar tras su rebelión, era una puerta abierta al infierno agobiante de la persecución. Fue considerado espía y traidor a la patria, e ingresó en la lista negra del Führer; fueron agobiadas sus libertades; de a poco se fue signando su final. Los postes de luz prometían una gran recompensa a quien lo delatara. Matthias y su mujer no podían salir a la calle. Además, su condición de judíos duplicaba el terror que en ellos merodeaba, como un fantasma que de a poco se iba haciendo más tangible. Todo hubiera acabado si el crack austríaco se hubiera puesto la camiseta alemana, pero hay veces en las que alma cierra los ojos y se deja llevar por lo que siente sin medir consecuencias.
Diez meses después de su partido más importante, Sindelar y su esposa le decían adiós al terror de su realidad: la policía los encontró muertos en su casa de Viena. Estaban acostados en su cama, parecían dormidos, tranquilos, como si la muerte fuera un manto que apagara los páncicos que rebotaban en sus vidas. “Estaba rota la llave de gas, que permaneció abierto”, informó el peritaje, elevando la teoría del suicidio. Una cortina de dudas tapó lo que realmente ocurrió. Aunque hubiera sido un autoatentado, quien lleva a un hombre a esa situación es igual de asesino que quien aprieta un gatillo.
Los años y sus circunstancias fueron pasando, pero el eco de esa convicción es el espejo para muchos que pelean sin rendirse, sin una voz que grite por ellos para darlos a conocer. En un mundo en el que el hombre es lo que tiene, y no lo que es; en el que los sueños se hipotecan y traicionan todo el tiempo, un hombre demostró, en el silencio hostil de una cancha, que la historia y las creencias son incorruptibles, como el espíritu, que no se traiciona a sí mismo.
Una caravana de decenas de miles de caras tristes siguieron al servicio fúnebre que llevó a Matthias Sindelar al cementerio. Más de 15.000 cartas llegaron al club de toda la vida, el Austria Viena. Una calle lleva su nombre en la ciudad que lo vio nacer. Pero “paperiene” no estuvo para verlo. Algunos dicen que murió con una sonrisa, tal vez porque sabía que ya se había ganado un lugar en el cielo de los héroes.
Alexander J. Algieri
muy buena !!! debe de estar llena de historias asi este periodo !
ResponderEliminar